lunes, abril 02, 2012

A la Sombra del Abuelo III


Por alguna extraña razón –tengo una teoría, pero no me quiero poner filosófico- en casa conservamos todos los efectos personales que alguna vez pertenecieron al abuelo, o con los cuales tuvo contacto, o que están    de alguna manera relacionados con él (por supuesto, me refiero a todos los efectos personales que alguna vez le pertenecieron, con los cuales tuvo contacto o estuvieron de alguna manera relacionados con él a los que además logramos echarles el guante, mucho fue el material perdido a lo largo de los años).

Tenemos los diarios de los años 45 al 52 y un manual de procedimientos para la fábrica de pólvora que el abuelo escribió cuando regresó a México. Varias copias de la revista interna de los laboratorios de la General Electric, con artículos del abuelo y un radio de tanque M4 Sherman  de la segunda guerra mundial que mi hermano quiere convertir en la carcaza retro de un estéreo moderno. Tenemos los brazos, los planos y copias de la patente de la balanza de alta precisión para cargas grandes diseñada por el abuelo, que podía registrar el cambio en el peso debido a la pérdida de agua en la respiración de un gatito dormido  -mi padre aún alberga la esperanza de que mi hermano o yo corrijamos el rumbo y nos dediquemos a la física, y entonces reconstruyamos los aparatos del abuelo que llevan medio siglo esperando funcionar de nuevo.

Hemos encontrado (y guardado escrupulosamente) la factura de la ferretería por cien gramos de clavos de dos pulgadas comprados en 1960 y copias de la nómina pagada por el abuelo al pequeño ejército de personal que le auxiliaba en la casa y el taller. Los manuales de una soldadora comprada a Casa Boker en 1948 (no sabemos qué le pasó a la soldadora) y los recibos del abuelo del tiempo que pasó en la Escuela Nacional de Ciencias Biológicas.

En el mismo cuarto tenemos una parte de la biblioteca del abuelo. Libros de medición, física cuántica, métodos de francés y diccionarios de náhuatl y maya. Una Enciclopedia Británica, el Resnik de cuando aún cabía en un tomo en pasta dura y una parte sustancial de la colección del Shaum’s publicada hacia finales de los sesentas (mecánica, termodinámica, cálculo integral, relatividad, metrología, dinámica de fluidos y hasta mecánica automotriz). Libros de pintura, biografías de Leonardo y manuales de medicina, veinticinco tomos de la colección francesa Que sais-je? y una colección de libros de historia que nos envidiaría cualquier estudiante del Colmex -¿he mencionado que el abuelo era un tipo con intereses diversos?.

Perdido en las cajas hay un pedazo de pechblenda -que para mayor referencia es uno de los minerales de los que se extrae el uranio-  al que nos referimos como la piedra radioactiva –lo mas fácil para encontrarlo es buscar en una noche sin luna con la luz apagada, la piedra está dentro de la caja que brilla- la presencia de esta piedra en casa es la base de varias teorías que explican el extraño comportamiento de los miembros de la familia. Junto con la piedra tenemos los planos de un contenedor de material radioactivo que el abuelo diseñó para la primera unidad de medicina nuclear en México y las radiografías hechas de la estructura para comprobar que las uniones en la jaula de plomo no tenían espacios que pudiesen permitir fugas de radiación.

En las cajas de junto hay partes de un generador de Van de Graaff enorme, capaz de generar chispas de cinco metros de longitud  y suficiente voltaje para desatar una tormenta eléctrica. Las minutas del  Proyecto Chapultepec, un experimento diseñado por el abuelo para detectar gravitones -las partículas que de acuerdo a la teoría de campos cuánticos transmiten la interacción gravitatoria y el borrador de una carta que el abuelo envió a Excélsior con motivo de algún editorial que no hemos logrado encontrar.

 Montadas en las repisas hay unas cuantas esculturas del abuelo –cuenta la leyenda que fue precisamente mientras esculpía algo en una playa en Upstate New York que el abuelo conquistó a la abuela. De la sala cuelga un oleo con el hombre viejo del Old Parr que Don José pintó–en algún momento de mi niñez pensé que se trataba de un antepasado ilustre de la familia- y la foto donde se ve al abuelo con la abuela en una trajinera en Xochimilco, los nombres de la barca aun hechos con flores, los canales vacíos, el abuelo de riguroso traje y corbata, pañuelo en el bolsillo, y la abuela elegantísima con una blusa mexicana.

Guardadas en un cajón hay copias de la lista de canciones reproducidas en los programas que transmitió el abuelo desde el colegio Civil de Monterrey cuando a los veinte años junto con un par de amigos montó una de las primeras estaciones de radio de la ciudad, la carta con la que el gobierno de los Estados Unidos lo convoca para ir a la guerra y sus libretas llenas de crípticas anotaciones –en el sentido literal de la palabra, cuando el abuelo escribía algo que quería mantener en secreto tenía su propio código, como  Leonardo, y al igual que con el código de Leonardo, el sistema del abuelo es uno de sustitución simple que no impediría a alguien determinado a leer sus notas hacerlo, pero que resulta suficiente para mantener a los chismosos a raya.

Haciendo el inventario creo que vale la pena perder una nota de la tintorería al fondo del closet y olvidar una carta en algún cajón. Hacerle anotaciones a un libro durante un viaje y al regresarlo al librero dejar una postal como separador de páginas, guardar alguna nota del super y el portavasos de un restaurant. Es extraordinario, pero nuestras rutinas, los objetos cotidianos y todas aquellas cosas que descartamos pueden algún día ser el tesoro y los recuerdos de alguien más.



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