sábado, diciembre 03, 2011

A la Sombra del Abuelo I


Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos. 

J.L. Borges

Años después, a miles de kilómetros e infinitamente lejos –cualquier distancia imposible de cubrir resulta infinita- los cafetales de Cosautlán le recordarían a Jacobo aquellos campos  de cerezos  de su infancia.

Hijo de una familia de eternos migrantes –de Lisboa a Nantes, Rotterdam, Amsterdam y de vuelta a Portugal-   Jacobo intuía que solo se debe atesorar aquello que pudiese llevar consigo –y lo intuía no porque fuese una vaga idea, sino porque lo sentía con el cuerpo completo,  lo intuía en tanto que lo sabían también sus genes, los poros de su piel, su estómago y esa zona entre el corazón y los pulmones que se encarga de tomar decisiones en momentos importantes.  El recuerdo de los cerezos en primavera y la época de la vendimia en otoño serían pues lo único que acompañaría a Jacobo a lo largo de su vida.

Jacobo Meireies   no sería el primer ni último miembro de su familia en pasar por la vida con recuerdos e ideas como posesiones más preciadas. Su abuelo, Asher Mreien –Asher Meireies según los portugueses-, fue el primer miembro de su familia en volver  a pisar Portugal más de trescientos años después de la huida en 1526 que concluiría con la llegada a Amsterdam en 1627. Una vez en Amsterdam la familia del abuelo se dedicó a imprimir libros –pues la de los impresores era una de las pocas corporaciones abiertas a los judíos-  y una vez que el negocio y  la familia prosperaron, se dedicaron también a la distribución de libros de otras imprentas. Según Asher, la primera Torah encargada para la Esnoga de Amsterdam había sido impresa en los talleres familiares. 

Asher nunca le contó a Jacobo cómo o porqué había decidido dejar la estabilidad de Amsterdam por la aventura del Douro, pero Jacobo debe haber entendido lo suficiente como para tomar la misma decisión y cruzar el Atlántico en busca de fortuna.  La historia no es clara –al igual que su abuelo, Jacobo nunca le contó a sus nietos las razones por las que había dejado Portugal y mucho menos las circunstancias bajo las cuales había terminado plantando café en Cosautlán en vez de en Nueva York tallando diamantes o vendiendo telas- pero todo parece indicar que alrededor de 1875 Jacobo llegó al puerto de Veracruz con la intención de seguir su viaje hasta Nueva York. El misterio  es que Jacobo nunca tomó el siguiente barco –nunca pisaría Nueva York-  y en vez de esto se estableció en Cosautlán, donde eventualmente sería dueño de un pequeño plantío de café y un molino.

Hombre curioso y  de iniciativa, una vez que el negocio del café se estabilizó  se aburrió de administrar una empresa donde todos los movimientos se repiten, con variaciones infinitas pero ínfimas, año con año, estación con estación,  y en vez de hacer fortuna se dedicó a importar libros e inventarse proyectos. El recuerdo de los viñedos en la rivera del Douro de su infancia y una interpretación extravagante  del trabajo de Darwin –uno de sus primos le envió una copia de la primera edición de El origen de las especies en holandés, impreso por supuesto en los talleres de la casa Mreien-  lo inspiraron para intentar replicar las espectaculares terrazas sembradas de uvas y cerezos de Peso da Régua y hacerse su propio viñedo  en la sierra veracruzana a orillas del rio Pescados.

De esta manera, organizó desde su estudio en la casa de Cosautlán dos de los proyectos más ambiciosos que hubiese visto jamás el pueblo. La lógica de Jacobo era impecable: en Portugal los viñedos se encuentran en terrazas a orillas del rio, y de acuerdo a Darwin debería ser posible obtener una especie híbrida, descendiente de las uvas, que pudiese ser cultivada en el trópico y ser usada para hacer vino.

Así fue que Jacobo contrató a medio pueblo para cortar el cerro a la mitad y construir  terrazas a orillas del rio Pescados   -aún hoy los viejos del pueblo le cuentan a los niños historias del español que se volvió loco e intentó mover las montañas de lugar- y encargó varias docenas de variedades de uva para combinarlas con las especies locales y obtener uvas tropicales.     

Por supuesto ambos proyectos fueron un fracaso comercial, Jacobo nunca logró construir una terraza con área cultivable de más de unos cuantos metros cuadrados y sobra decir que jamás  logró obtener una especie de uva que pudiese crecer en las montañas del trópico.

Sin embargo,  hay que tener cuidado si uno busca juzgar estos proyectos de acuerdo a su rendimiento económico.  En el curso de su investigación Jacobo se hizo de la biblioteca de biología y geología  más grande del estado de Veracruz (y posiblemente del país en su campo), se convirtió en una autoridad mundial  en métodos de horticultura  y  mantuvo correspondencia con profesores de  Oxford ,  Coímbra y la Real y Pontificia Universidad de México.

Siguiendo el impulso que sentía en cada uno de sus genes, en los poros de su piel, en su estómago y en esa zona entre el corazón y los pulmones,  Jacobo invirtió todo el dinero que le rendían los cafetales y el molino  en letras e ideas,  el único equipaje con el que,  además del recuerdo de los cerezos en primavera y la época de la vendimia en otoño, Jacobo cargaría el resto de sus días.