Sentado en
la sala de espera el Reverendo Edward Diamond se preguntaría por la probabilidad de volver a ver a su hija y a
sus nietos.
Se preguntaría por la probabilidad de volver a
su hija y a sus nietos porque la ciudad de México quedaba muy lejos de su casa
en Schenectady y los años le empezaban a pesar. Porque si en los últimos quince
años ésta era la primera vez que los astros se alineaban para poder venir a
visitar a su hija -probablemente el reverendo pensara en la voluntad de Dios y
no en la alineación de los astros, pero eso es pura especulación- el reverendo no estaba seguro de poder viajar
de nuevo en quince años más.
El
reverendo se preguntó por la probabilidad de volver a ver a su hija y no pudo
evitar sonreír. Unos días antes le había preguntado a su yerno si él, el
experto en aparatos de medición científica, podría calcular la probabilidad de
que ocurriesen todos los eventos que llevaron a que un niño nacido en
Shropshire, Kent en 1878, se despidiese de su hija y sus nietos en la Ciudad de
México en 1958, y la respuesta que había obtenido de su yerno había sido de una
complejidad alarmante, de la cual sólo le quedó claro que a su yerno le
molestaba hablar de la probabilidad de un evento social por algo que tenía que
ver con un apostador que
tira monedas –después de escuchar a su yerno por una hora larga argumentar porqué la probabilidad de un
fenómeno social es un concepto equivocado, al reverendo le surgieron más dudas,
incluida la de si su yerno era un apostador empedernido por la intensidad con
la que hablaba de apostar al resultado de un volado o de sacar una carta de un
mazo-. Parece que
el yerno estaba en contra de experimentar con personas como si fuesen monedas
–pero no de apostar al resultado- o algo por el estilo, y por tanto no estaba
dispuesto a discutir la probabilidad de que los eventos en la vida del
reverendo hubiesen ocurrido de esa manera y no otra.
Sentado en
la sala de espera, el reverendo pensaría –muy a pesar de la opinión del yerno-
en lo fabulosamente remoto que era cada uno de los eventos en su existencia –y
como en un dominó, lo remoto de los eventos en la existencia de su hija, su
yerno y sus nietos, a quienes no sabía si volvería a ver-. Haber vivido en Keewatin y Kenora en vez de Dehli y Calcuta,
nacer en el corazón del imperio en pleno apogeo del reinado de su majestad la Reina Victoria y morir –de eso no tenía
certeza, pero le parecía que las probabilidades eran altas, a pesar de las
reservas de su yerno- en Nueva York cuando éste se había convertido en el
centro nervioso de la nueva superpotencia.
Igual de
remoto le parecía sobrevivir –y como súbdito de la corona no pelear- dos
guerras mundiales como haber perdido a un sobrino después de firmado el
armisticio, desactivando una bomba de la Luftwaffe que había caído en Green
Park y decidió explotar precisamente en el momento en que el pobre James
Diamond la desactivaba –¿cual es la probabilidad de que una bomba que se negó a
explotar después de caer de cientos de metros de altura decida explotar
precisamente cuando uno intenta desactivarla?-, la probabilidad de volver a ver
al pobre James era cero, a menos que se encontrasen en la otra vida y ahí
lograsen reconocerse, pero si el hablar de la probabilidad de encontrarse a
alguien en esta vida había lanzado a su yerno en un arrebato de cólera, el
reverendo prefería no tocar el tema de encontrárselo en cualquier otra.
El
reverendo se preguntaba por la probabilidad de volver a ver a su hija y no pudo
evitar pensar en la probabilidad de volver a ver los lugares de una vida que
hace muchos años se había quedado atrás. Oír
de nuevo las campanas de su Mary-in-Hill, y ver el altar diseñado por el
mismo Wren. Volver a caminar por las colinas de Gales donde conoció a su mujer
o sentarse a escuchar el rumor del Támesis. Dar un paseo por Regent's Park o salir a Windsor
de fin de semana. Cazar venados a las afueras de Kenora y salir a patinar en los inmensos lagos congelados del invierno canadiense.
Ahí, sentado en la sala de espera en la ciudad de Mexico, el reverendo se daría cuenta de la vejez no es preguntarse por las probabilidades de volver a los lugares de la niñez o ver de nuevo a su hija y sus nietos. El reverendo se daría cuenta de que la vejez es conocer la probabilidad de estos eventos. Exactamente cero.