Acabo de mudarme a Madrid, a un departamento que está a unas cuadras del metro Avenida de América. Junto a la estación hay una central de autobuses, y en la central de autobuses hay un café que abre las 24 horas. Algunas noches, cuando regreso del trabajo y tengo ganas de hablar con alguien, tomo una maleta y me voy a sentar a la barra del café. Si alguien me hace la plática, siempre invento una historia sobre las razones por las que estoy, en esos momentos, esperando un autobús.
A veces soy un estudiante que va a tomarse un fin de semana largo para viajar y encontró en el autobús la mejor manera de viajar, otras veces soy un latinoamericano que llega a Madrid con una maleta llena de sueños. Frecuentemente les digo que esa misma noche dejo Madrid, y me vuelvo a mi país de origen en un barco a través del Atlántico, esta última historia me gusta mucho, porque llego a México por Veracruz, y me reciben la selva y los sones; a veces cuando bajo del barco me dan la bienvenida esos labios tuyos que tanto he extrañado.
Me gusta esta historia porque el único lugar donde puede uno contarla es en una estación de autobuses; me parecería inverosímil contarla en una estación de trenes, irremediablemente clasemediera con pretensiones burguesas, o en un aeropuerto de paredes blancas y tiendas de lujo, tan acogedoras como la sala de espera de un sanatorio. En ninguno de estos dos lugares hay espacio para el mes de sal y soledad que estoy a punto de vivir.
Invento además miles de detalles de los viajes que hice o planes sobre los que estoy por hacer, fechas y ciudades, una docena de países y cientos de personas. Cuando me he acabado el café y mi interlocutor finalmente tiene que abordar su autobús, tomo mi maleta y regreso a mi casa, a unas cuadras del metro Cuitlahuac y escribo esta historia.