Somos nuestra memoria,
somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos.
J.L. Borges
Años
después, a miles de kilómetros e infinitamente lejos –cualquier distancia
imposible de cubrir resulta infinita- los cafetales de Cosautlán le recordarían
a Jacobo aquellos campos de cerezos de su infancia.
Hijo de una
familia de eternos migrantes –de Lisboa a Nantes, Rotterdam, Amsterdam y de
vuelta a Portugal- Jacobo intuía que
solo se debe atesorar aquello que pudiese llevar consigo –y lo intuía no porque
fuese una vaga idea, sino porque lo sentía con el cuerpo completo, lo intuía en tanto que lo sabían también sus
genes, los poros de su piel, su estómago y esa zona entre el corazón y los
pulmones que se encarga de tomar decisiones en momentos importantes. El recuerdo de los cerezos en primavera y la
época de la vendimia en otoño serían pues lo único que acompañaría a Jacobo a
lo largo de su vida.
Jacobo Meireies
no
sería el primer ni último miembro de su familia en pasar por la vida con
recuerdos e ideas como posesiones más preciadas. Su abuelo, Asher Mreien –Asher
Meireies según los portugueses-, fue el primer miembro de su familia en volver a pisar Portugal más de trescientos años después
de la huida en 1526 que concluiría con la llegada a Amsterdam en 1627. Una vez
en Amsterdam la familia del abuelo se dedicó a imprimir libros –pues la de los impresores era una de las
pocas corporaciones abiertas a los judíos- y una vez que el negocio y la familia prosperaron, se dedicaron también a
la distribución de libros de otras imprentas. Según Asher, la primera Torah
encargada para la Esnoga de Amsterdam había sido impresa en los talleres
familiares.
Asher nunca
le contó a Jacobo cómo o porqué había decidido dejar la estabilidad de
Amsterdam por la aventura del Douro, pero Jacobo debe haber entendido lo
suficiente como para tomar la misma decisión y cruzar el Atlántico en busca de
fortuna. La historia no es clara –al
igual que su abuelo, Jacobo nunca le contó a sus nietos las razones por las que
había dejado Portugal y mucho menos las circunstancias bajo las cuales había
terminado plantando café en Cosautlán en vez de en Nueva York tallando
diamantes o vendiendo telas- pero todo parece indicar que alrededor de 1875
Jacobo llegó al puerto de Veracruz con la intención de seguir su viaje hasta
Nueva York. El misterio es que Jacobo
nunca tomó el siguiente barco –nunca pisaría Nueva York- y en vez de esto se estableció en Cosautlán,
donde eventualmente sería dueño de un pequeño plantío de café y un molino.
Hombre
curioso y de iniciativa, una vez que el
negocio del café se estabilizó se
aburrió de administrar una empresa donde todos los movimientos se repiten, con
variaciones infinitas pero ínfimas, año con año, estación con estación, y en vez de hacer fortuna se dedicó a importar
libros e inventarse proyectos. El recuerdo
de los viñedos en la rivera del Douro de su infancia y una interpretación extravagante
del trabajo de Darwin –uno de sus primos
le envió una copia de la primera edición de
El origen de las especies en holandés, impreso por supuesto en los talleres
de la casa Mreien- lo inspiraron para intentar
replicar las espectaculares terrazas sembradas de uvas y cerezos de Peso da
Régua y hacerse su propio viñedo en la
sierra veracruzana a orillas del rio Pescados.
De esta
manera, organizó desde su estudio en la casa de Cosautlán dos de los proyectos más
ambiciosos que hubiese visto jamás el pueblo. La lógica de Jacobo era
impecable: en Portugal los viñedos se encuentran en terrazas a orillas del rio,
y de acuerdo a Darwin debería ser posible obtener una especie híbrida,
descendiente de las uvas, que pudiese ser cultivada en el trópico y ser usada
para hacer vino.
Así fue que
Jacobo contrató a medio pueblo para cortar el cerro a la mitad y construir terrazas a orillas del rio Pescados -aún
hoy los viejos del pueblo le cuentan a los niños historias del español que se
volvió loco e intentó mover las montañas de lugar- y encargó varias docenas de
variedades de uva para combinarlas con las especies locales y obtener uvas
tropicales.
Por
supuesto ambos proyectos fueron un fracaso comercial, Jacobo nunca logró
construir una terraza con área cultivable de más de unos cuantos metros
cuadrados y sobra decir que jamás logró
obtener una especie de uva que pudiese crecer en las montañas del trópico.
Sin
embargo, hay que tener cuidado si uno
busca juzgar estos proyectos de acuerdo a su rendimiento económico. En el curso de su investigación Jacobo se
hizo de la biblioteca de biología y geología
más grande del estado de Veracruz (y posiblemente del país en su campo),
se convirtió en una autoridad mundial en
métodos de horticultura y mantuvo correspondencia con profesores de Oxford ,
Coímbra y la Real y Pontificia Universidad de México.
Siguiendo
el impulso que sentía en cada uno de sus genes, en los poros de su piel, en su
estómago y en esa zona entre el corazón y los pulmones, Jacobo invirtió todo el dinero que le rendían los
cafetales y el molino en letras e ideas,
el único equipaje con el que, además del recuerdo de los cerezos en primavera
y la época de la vendimia en otoño, Jacobo cargaría el resto de sus días.