Tres postales

Sentado a la orilla del río, justo al otro lado de la isla de los museos. En una banca discutía sobre los eternos temas que estos días me ocupan; a unos cuantos metros un barco para turistas se preparaba para recibir a quienes esa noche cenarían a bordo. Los preparativos eran los habituales: poner las mesas, una copa por persona, ordenar los cubiertos, recordar que el tenedor va a la izquierda, el cuchillo y la cuchara a la derecha, doblar la servilleta de tela y depositarla encima de un plato que no será usado. Del fondo del barco salieron dos personas, tomadas de la mano: él, vestido de traje, sombrero cordobés, un clavel en la solapa; ella con un vestido de espalda escotada y el cabello negro sobre los hombros; salieron acompañados de un tango. Ellos también se preparaban para el espectáculo nocturno, del cual nos hicieron partícipes sin haber comprado boleto. Un tango, que por horas bailaron para sus sorprendidos espectadores, a la orilla del río.

En el centro de Berlin un grupo de artistas tomó un edificio y lo usa como taller, bar, cine y demás formas que los artistas tienen por darle a los edificios que toman. En la planta baja hay tres bares (uno de los cuales se llama café zapata), el más extraño de los cuales no es aquel camión destartalado con un refrigerador en el que se venden cervezas. En el patio había un grupo de franceses, todos vestidos únicamente con un mandil y calzoncillos, con el cabello rubio platinado y un instrumento musical en las manos (trompetas, trombones y bajos componían el conjunto) tocando canciones latinoamericanas, La Bamba y La Cucaracha.

Durante el alto un individuo se acerca cautelosamente a un auto, antes de que el conductor pueda decirle que no, rocía la mezcla jabonosa que trae en la botella sobre el parabrisas y con una esponja enjabona el cristal. Antes de limpiarlo pinta una carita feliz sobre la espumosa superficie.